"Tras la sentencia y desde Cataluña". El País, 5 de juliol de 2010.

Con desconcierto, suspicacia y escepticismo, los abajo firmantes hemos aguardado durante años la sentencia del Tribunal Constitucional. Hace escasos días hemos conocido el fallo. Las reacciones registradas en Cataluña y en España indican que no solo no será la solución, sino que enconará el último problema que España todavía tiene pendiente de entre los planteados a comienzos del siglo XX: a saber, la articulación constitucional de un Estado capaz de integrar cómodamente y reconocer francamente su carácter plurinacional. Esta ha sido siempre la cuestión más candente y conflictiva en aquellos momentos de la historia contemporánea en los que España ha recuperado la libertad política: la Segunda República en 1931 y la transición a la democracia en 1977.

A la espera de este fallo, hemos asistido al creciente desencuentro entre amplios sectores de la opinión catalana y un no menos amplio sector de la opinión pública española. Preocupados por esta deriva, como meros ciudadanos y sin ostentar ni arrogarnos representación alguna, queremos dejar constancia de nuestro punto de vista.

La Constitución de 1978, fruto del pacto de la transición, intentó resolver aquel problema mediante la creación del llamado Estado de las autonomías. Este modelo parecía constituir el embrión de un proyecto que integrara mejor las aspiraciones catalanas y contuviera algunos aspectos claramente federales.

El modelo intuido se corrigió de manera radical tras el referéndum andaluz de 1980 y el fallido golpe de estado de 1981. Se consagró la política del "café para todos" al equiparar a todos los regímenes autonómicos, con las notables excepciones del País Vasco y de Navarra. No censuramos aquella generalización. Pero no aceptamos que sea utilizada ahora como pretexto para oponerse a un desarrollo plurinacional y federalizante del Estado de las autonomías.

Porque, a un cuarto de siglo de su vigencia y a la vista de la experiencia, parecía necesaria una reforma de la constitución. Se había propuesto la conversión del Senado en una auténtica cámara territorial, la consolidación efectiva de órganos verticales y horizontales de colaboración, el establecimiento de un sistema de financiación que evitase un desorbitado drenaje de recursos de las comunidades más desarrolladas y la demarcación nítida de las respectivas competencias entre Estado y Comunidades Autónomas.

Esta posible reforma constitucional chocó -gobernando el Partido Popular- con una voluntad involucionista sedicentemente liberal, neocentralista y fuertemente impregnada de nacionalismo español. Ello provocó, en Cataluña, la búsqueda de una salida alternativa mediante una reforma estatutaria que evitase la continuada erosión competencial, obtuviera un mayor reconocimiento simbólico y perfilase un sistema de financiación más equitativo, equiparable al vigente en los Estados federales de referencia.

Esta reforma del Estatuto catalán -cuyo proceso se desarrolló con arreglo a todos los formalismos prescritos por la Constitución- sorteó a trancas y barrancas todo tipo de obstáculos, errores y emboscadas. Pero se desgastó a los ojos de la opinión catalana e irritó a la opinión pública española. Expresión de un problema político de mayor alcance, acabó en manos de un Tribunal Constitucional poco dotado o poco dispuesto para encontrar una salida pacificadora al conflicto. Al contrario, consiguió exacerbarlo con sus maniobras y dilaciones.

Una grave crisis económica (anterior en el tiempo y distinta en las causas a la crisis financiera internacional, aunque agudizada por esta) se encabalga ahora sobre una crisis política no menos profunda ante la que ni el Gobierno del Estado ni la oposición han reaccionado con suficiente altura de miras.

Todo ello ha hecho crecer en Cataluña la desafección por la política. Pero también respecto de una idea de España que provoca a menudo la indiferencia de unos y el rechazo de otros. Habida cuenta de la lógica reciprocidad de afectos y desafectos, ha aumentado también en España el sentimiento de hastío respecto a lo que se considera una permanente insatisfacción catalana, generadora -según suele afirmarse- de una demanda interminable que se concibe como una obsesiva historia de nunca acabar. No escapan a estas reacciones de desafección y de hastío algunos núcleos intelectuales catalanes y españoles, antaño unidos por un voluntarista y formalmente cordial deseo de concordia compartida y hoy más alejados por la incomprensión o el recelo.

Parece excesivo confiar en que el fallo del Tribunal ponga fin al largo debate sobre el Estatuto. Más excesivo todavía es creer que vaya a "cerrar el modelo de estado" inspirado en la Constitución, como se ha dicho a veces y ha repetido ahora el presidente del Gobierno español. Y prácticamente inimaginable es que el fallo vaya a terminar con la cuestión histórica planteada entre España y Cataluña. Porque se trata de un problema constitutivo profundo. No será posible dar respuesta duradera al problema sin un planteamiento franco y directo. Porque la llamada "conllevancia" no es más que una forma de escapismo.

Por todo ello, hay que hacer acopio de coraje y reconocer que el acuerdo político de 1978 se ha desgastado de manera muy notable. El texto constitucional que lo formalizaba ha perdido legitimidad al no integrar los cambios sociales y políticos acaecidos desde entonces. La salida lógica consistiría en acometer una revisión constitucional. De otro modo aumentará aquella pérdida de legitimidad.

Si esta reforma se pusiera en marcha, sería inevitable admitir los hechos que la historia reitera. Los españoles deberían aceptar, en su caso, que Cataluña es una nación, es decir, una comunidad con conciencia clara de poseer una identidad histórica, una lengua propia y una voluntad de seguir reforzando su personalidad política. Los catalanes deberían reconocer, si llega el momento, que España no es solo un Estado, sino una muy vieja nación de Occidente de matriz cultural castellana con la que -pese a todas las vicisitudes del pasado- sería conveniente para unos y otros mantener una relación privilegiada.

Por encima de las reacciones emocionales -que también forman parte esencial de la política-, se trata de plantear el problema -no en términos estrictamente jurídicos- sino en sus términos políticos: el difícil encaje entre una idea nacional de España sin capacidad suficiente para absorber y diluir una idea nacional de Cataluña que, a su vez, no ha poseído la fuerza necesaria para emanciparse plenamente de la española.

¿Cuál será el desenlace? Es imposible saberlo. No dependerá únicamente de las exégesis interpretativas de la sentencia o de las movilizaciones ciudadanas, por hábiles o torpes que sean las primeras y amplias o débiles las segundas. En todo caso, hay que atender a los datos permanentes que condicionan, pero no determinan el curso de la política. A la política corresponde gestionar aquellos datos. Debería hacerlo según los dictados de la ética de la responsabilidad y con la voluntad de arreglo que produce soluciones inéditas y libres de las hipotecas formales del pasado. ¿Cabe explorar nuevos caminos y producir un modelo de convivencia que integre reconocimiento de la plurinacionalidad y dinámica federal? En su momento y con todas sus imperfecciones, el Estado de las autonomías significó un hallazgo imprevisto. Agotadas hoy sus virtualidades, ¿hay quién esté dispuesto a trabajar por una alternativa innovadora?

Josep Maria Bricall es político y economista; Josep Maria Castellet es crítico literario y ensayista; Salvador Giner es presidente del Instituto de Estudios Catalanes; Jordi Nadal es catedrático emérito de Historia Económica de la Universidad de Barcelona; Antoni Serra Ramoneda es catedrático de Economía de la Empresa y Josep Maria Vallès es ex consejero de Justicia y catedrático de Ciencia Política.

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